miércoles, 28 de junio de 2017

LA SOBREMESA

Conversaba este cronista, hace algún tiempo, con un grupo de gentilísimas limeñas. El ambiente era propicio.  Lugar: un hogar linajudo. Motivo: un matrimonio. Lindísima la novia, gallardo el mancebo. Hora: la noche prima. Sedas, joyas, negros fraques y albas pecheras
En los corredores patinados lienzos con graves personajes coloniales. En el comedor, todos los matices de la golosinería limeña, desde el rubio huevo molle hasta la colorida pasta de almendras y la perlada rosquilla del convento.
En los jardines circundantes una pálida y romántica insinuación lunar, rumor de frondas y aroma de jazmines y de madreselvas. Completo el cuadro de los casorios de antaño como los realizados en dieciochescas quintas, entre las cuales alcanzó fama la de Presa, arbitrariamente llamada la de la Perricholi, donde se consagraron muchas promesas de amor.
Era inevitable la charla sobre asuntos arcaicos. Y el cronista sintióse viejo y hasta valetudinario, docto sólo en recuerdos, para responder a las preguntas:
¿Y díganos usted como era esto y aquello y lo de más allá?
Y como quiera hubo el gusto de no bailar en esa noche  de augurios felices, las gentes pudieron conversar como en los días ingenuos de la tertulia amable y cortesana. El grupo de limeñas gentilísimas abrió un cifrado cofre, con fragancia de sándalo y de rosa, en el cual pudo el cronista poner, como hojas secas, unos cuantos recuerdos.

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Una casa hacienda de la Lima antigua.

PREGUNTAS
Desatóse un rosario de preguntas. Y ya por el gulusmeado  saboreo de una exquisita pasta, por la visión de un retrato antiguo o por el eco evocativo de una música olvidada, surgieron animados y pintorescos todos los temas del tiempo ido.
El clavicordio de la abuela cantado por Ruben Darío, la heráldica litera del antepasado virreinal, el enconchado filipino, el  arcón taraceado, la saliente ventana, el ama de las consejas y la negrita pinturera de las tonadillas y de los dicharacheros.
Todo apareció en una mágica resurrección de cosas desaparecidas. Y charlando, charlando, llegóse por asociación inevitable, a recordar ese cuadro vinculador y cordial de la sobremesa hoy casi no existente, magüer una de las damas afirmara aún en ciertas casas acostumbrábase hacerla de cuando en cuando, aunque no tan larga y tan jugosa como la de antaño.
¡La sobremesa!  Un carácter ritual presidía la vieja vida. En los comedores amplios sobriamente amoblados se reunían a la hora del yantar, los familiares todos. Nada apresuraba entonces a las gentes. La v ida era ancha y lenta. El señor o la señora de la casa decían con circunspecta actitud y voz solemne, la oración con la cual bendecían la comilona, pues era nutritiva, abundante y sápida.


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Ruben Dario: fama y calidad de poeta.

PLATOS
Servían luego los sabrosos platos de la cocina doméstica-pucheros, carapulcas, chupes, migas, todo cosas de enjundia- y terminados los postres, volvía a resonar en acción de gracias la misma voz conmovida, a la cual se acordaba un coro de salves y de letanías.
Después del clásico rezo, comenzaba la sobremesa, propiamente dicha. Servíase según los gustos y aficiones, el café, el chocolate, el preferido o el mate del Paraguay. Los disticosos y aprensivos solían beber infusión esa de yerbas conteniendo éstas, según el decir de las viejecillas, algún secreto de naturaleza.
Generalmente no se pasaba al salón o la cuadra. En el mismo corredor se recibía a las visitas de confianza y entonces se hacía curosiador comentario. Se discutían las noticias de los papeles, como así llamábase a los periódicos, se referían anécdotas callejeras, se contaban los chascos sufridos por las fulanitas y las menganitas.
Se hacía costeo de las cosas ocurridas en el paseo o el sarao. Se decían cuentos de penas y aparecidos. Se hablaba mal de los masones. Como antes se había despotricado de los piratas y de los herejes. Se  alababan las virtudes  y elocuencia de los padrecitos predicadores. Se referían, a media voz, los chismes del vecindario. Y se relataban fechorías de ladrones, maravillas de curanderos, proezas de hijos mayores y gracias de los vástagos pequeñines.
RECUERDOS
La sobremesa unía estrechamente a todos los miembros del hogar. En ella se develaban recuerdos y se afirmaban proyectos. Se establecía una corriente con el pasado y el porvenir. Los ancianos coreaban el vínculo con el ayer y los mozos apuntaban al futuro.
Por eso la familia era unida y vigorosa. Un ambiente de respeto envolvía estas reuniones en las cuales se hacía la historia del grupo y se sentía vivamente la continuidad de la vida. Nadie se creía aislado o presuntuosamente solitario.
La casa era como un árbol secular, cuya savia venía de las profundas raíces asentadas bajo la tierra. Las flores y los frutos nuevos tenían, por eso, sin dejar su fresca novedad primaveral, el sabor y el aroma de lo alquitarado por el tiempo.
El vértigo moderno, con su ritmo veloz y cruel todo lo desmigaja y apresura y no permite ya la sobremesa. Con raras excepciones, son amplias y concurridas las mesas familiares. La vida callejera y sus tentaciones atraen a las gentes.
Hay tal vez, más vida social, pero meno sociedad. Cada cual hace con variante rapidez  su vida y como el tiempo es oro y la edad de oro ha pasado, ya casi no hay tiempo para nada. Toda la apasible y reposada dulzura del ayer se ha fugado.

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Un plato típico limeño.

LO EXTERNO
En los hogares ya no suenan las campanillas para a todos congregar, como para un rito, en las horas del comer. Y como no hay simplicidad, ni se cumple el precepto evangélico de dar posada al peregrino, muy pocos se atreven a sentar a su mesa al extraño para compartir el yantar hogareño, con la sencilla y noble hospitalidad de otrora, si no puede lucir unas lujosa vajilla y presentar una comida  suculenta sin sabor a hogar.
Ya se sabe, hoy se prefiere lo externo a lo íntimo, a pesar de lo encantador y aristocráticamente espiritual de poder, aunque sea de tarde en tarde, hallar en una mesa acogedora de gente buena y sin pretensiones, el gusto limeño de aquellas viandas sabrosas y sanas, que morenas graciosas hacían cantando en los viejos caserones hospitalarios.
Y las tres damas gentilísimas escuchando todo ello, casi perdido, hicieron un mohín muy limeño y le ofrecieron al cronista, para taparle, sin duda, la boca, una deliciosa nuez rellena y un ambarino vaso de fresco de piña.
A la vera del grupo romántico, un caballerito de los más nuevos y flamantes, sostenía en alto una hirviente copa de champaña brindándola a una chiquilla de negros ojos abusivos. Se nos  antoja, pedía, sin saberlo seguramente, una saya y un manto… (Páginas seleccionadas de las "Obras Completas" que pertenecen como autor al consagrado escritor y político, José Gálvez Barrenechea.)

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