domingo, 27 de julio de 2014

LA PLAZUELA SAN JUAN DE DIOS

Desde el año 1894, poco más o menos, comencé a frecuentar la linda plazuela de Juan de Dios, lugar entonces recogido y lleno de encanto.
En el Colegio de los Jesuitas trabé íntima amistad con Alejandro Ugarte y esta admirable amistad, que ha perdurado a través del tiempo y de todas las vicisitudes, me llevó a aquellos barrios, pues la familia de mi amigo vivía en aquel rincón tan limeño, evocativo y pintoresco. Poco a poco, al correr de los años, frecuenté más asiduamente aquel lugar, donde un grupo de mataperros de primera magnitud solían hacer sus diabluras.
Allí los Ugarte, los Larrabure, los del Río, Caravedo, un muchacho Salas y qué se yo cuántos otros nos reuníamos en las huertas en busca de fresas y de moras y las expediciones a Matute, la hacienda de los Ugaz, donde toreábamos, cazábamos pájaros con liga y lanzábamos al azar vertiginosas y zumbadoras, las piedras de nuestras hondas .
Era la plazuela de San Juan de Dios de genuino aspecto colonial. La estación del ferrocarril conservaba mucho del rancio aire claustral del extinguido convento de los juandedianos, el amplio salón de la Bomba Lima con sus arcadas solemnes tenía de viejo templo y de solar sonoro, y la placita con su verja labrada, sus asientos de piedra y sus faroles clásicos era como un refugio castizo.


La plazuela de San Juan de Dios.

EL BARRIO
Vivían en el barrio las familias Aranibar, Ugarte, del Río, Elmore, Watson, Larrabure. Había un salón famoso, el Margherita, una pulpería típica que daba a la calle de Quilca con un  fresco en la fachada que representaba un tren, tan graciosamente pintado que el humo contrariando las leyes de la física  disminuía, se adelgazaba, se hacía agudo, como un final de trenzo criolla, en vez de dilatarse.
Recuerdo que ante había allí una botica de lo más vetusta, que ostentaba en sus escaparates, junto a inmensos frascos de colores y culebras en pomos, fotos en actitudes extravagantes y monos disecados. Daba una impresión un tanto sombría, llena de misterioso, inquietante atractivo.
Una bodega en la esquina de Boza, representaba el afán progresista y ya tenía sus pretensiones. En ella dos pichines amigos nuestros naturalmente, solían despacharnos, mejor que a las otras caserías, el pan con jamón del país con bastante zarza o las incomparables acuñas.
A pesar de ser tan inmediata a la estación de un ferrocarril, era plácida la vida de la plazuela, pues el tráfico no era muy grande y en el silencio aquietador sólo resonaban agudamente los silbatos de la locomotora, el alternativo vibrar de las campanas y el llamamiento melancólico del buen cachaco, borrado por más señas que, enamoradizo y perezoso, entretenía sus muertas horas, alargando el fuilí de su silbato de carrizo, en el que tal vez ponía el alma de una añoranza andina.
TRENES
Cada hora, pasaban los trenes sonoros y humeantes, y todo el barrio se estremecía, tembloroso y vibrante también, cuando el rechinante tranvía del señor Borda, pasaba por el entrecruzamiento de rieles de la plaza de la Micheo, sacudiendo a los pasajeros.
Típico barrio aquel con su cargadores y vigorosos, parlanchines y palanganas, sus bomberos de la Lima y el hombre del gran círculo  rojo que detenía el paso de coches, tranvías y carretas, cuando algún tren ocupaba la vía. Todo tenía color especial ,peculiarísimo, inconfundible.
En las noches, sobre todo las de verano, charlaban a las puertas del local de la Bomba, el buen don José Ezeta y sus amigos, veteranos en su mayor parte del Combate del 2 de Mayo, mientras en el interior, don José Benigno Ugarte, batuta en mano, dirigía los desacompasados ensayos de los bomberos amantes de la música, que se afanaban  por hacer creer al vecindario que tocaban Gente Alegre o Sobre las Olas.
Un día a la semana, se daba retreta por los soldados uniformados de gran parada y la plazuela ostentaba un improvisado quiosco hecho con materiales de salvamento, escalas, mangas y otros adornos del más puro estilo boberil.
 Allí se estrenó ante un público numerosísimo y asombrado de antemano, una sinfonía titulada “El incendio”, que comenzaba con un angustioso piteo de alarma, seguía con un  desaforado batir de campanas y acababa en medio de un jadeante resoplar de cornetines, clarinetes y saxofones, con una fogata de pajas, lo que, como se comprende, daba ilusión perfecta, onomatopéyica y hasta odorante de un incendio.


Una de las calles de la capital de aquel entonces.

COMPETENCIAS
Todo en medio de la algazara de la chiquillería y del ladrido de todos los perros de la vecindad, que solían hacer coro, siempre que el llamamiento de incendio se producía y la típica campanita que obsequió don Enrique Meiggs, anunciaba a la ciudad que alguna quincha más o menos histórica se hacía pavesas en un apartado barrio de la ciudad.
 Hay que recordar  que eran los días de nobles competencias entre los bomberos y en que se citaba en la crónica de “El Comercio” y de “La Opinión Nacional”, cuál bomba había llegado primero, lo que se obtenía con el concurso desinteresado, heroico y algarero de todos los mataperros, que sentían un orgullo único  y grande, en tirar de las sogas de los celebres gallos, al grito guerrero de yújale, muchachos.
En víspera de exámenes iba yo diariamente a casa de Héctor Ugarte, mi compañero de estudios en Guadalupe, y en su cuarto de la casa solariega de sus padres con él, con Carlos Enrique Paz Soldán y a veces con Ismael Muñoz de Vivanco, maestro de baile y colega guadalupano, nos enredábamonos con las ecuaciones bicuadradas y declamábamos pomposamente los episodios resonantes de la Guerra del Peloponeso.
CHARLAS
Antes de estudiar salíamos a la esquina, donde charlábamos, aplazando la hora del repaso, con Javier Conroy, Manuel Alvarez, Alfredo Coloma y Baltasar Caravedo, de todas las cosas que llenaban en aquel  entonces tan alegre, nuestra vida, llena de primaveral ingenuidad. También iban con frecuencia un joven Aguirre, que estudiaba ya para Ingeniero, conversador interesantísimo y Samuel Toledo Ocampo siempre voceador y pierolista.
Discutíamos sobre la patria, sobre Piérola, sobre Cáceres, sobre el civilismo, sobre los bomberos, sobre las bandas militares, sobre molleros, argollas, palanquetas, futbol, toros, gallos. Caravedo, siempre ocurrente y rico de gracejo, solía desenvolver de cuando en cuando el hilo romántico de su musicalidad silbando maravillosamente La Siciliana de Caballería o la deshecha nieve de Melgar.
De pronto se encendía la discusión, porque siempre fue Héctor Ugarte discutidor y afirmativo, y en el acaloramiento picante, no exento de aderezos, los gritos atronaban al aire, por lo que más de una vez, asomó su rostro benévolo don Teodoro Elmore para pedirnos que bajáramos el tono.
A veces, en medio de nuestras charlas, suspendíamos el charloteo, para mirar tras las abiertas ventanas de la casa del señor Watson, el desfile de las parejas elegantes de esos días, llenándonos de una vaga ansiedad de adolescentes cuando en la baranda asomaban los engomados jóvenes de entonces en la compañía romántica de señoritas de peinado alto, amplio busto y avispada cintura.
DISCUSIONES
En la plazuela forjábamos los proyectos, los desafíos estimulantes de futbol, las partidas de campo, las francas camaraderías. Los Ugarte, civilistas acérrimos, discutían con Caravedo y conmigo la figura de Piérola, que acabó por imponerse. Manuelito Alvarez lacónico y ágil, ensayaba golpes maestros para posibles trompeaduras y explicaba, a lo vivo, lo que debían hacer los buenos delanteros en una partida futbolística.
Los enamorados del barrio, en esos días de romanticismo, en que se apagaban las luces del alumbrado público en las noches de luna, nos miraban con desconfianza y nosotros ajenos aún al afán tenoriesco, mirábamos a las muchachas, con inconsciente picardía, rindiéndole un homenaje vago, fácilmente distraído por un pregón de bizcochero o por el escándalo de dos mozos peruanos que se agarraban por versión familiar más o versión familiar menos. Y ya lo creo que había lindas muchachas, y en nuestro recuerdo la poesía del pasado pone en las dulces miradas de antaño, un encanto remoto, inquietante, inaprehensible casi.
Y así vienen a visitarnos en el recuerdo los melcocheros y los cargadores, el cachaco de la esquina, el mismo Pacheco, si mal no recuerdo, que nos enseñó todos los toques, desde el incendio, hasta el de llamada de  compañero.


La Lima que se fue.

JAZMIN
El perrito Jazmín, caso de perrito chusco sabio, que sabía golpear el aldabón de la puerta de la Bomba, cuando la cerraban, que recibía dos centavos-¡un gordo!- y con ellos iba donde el bizcochero, soltaba la moneda sobre la tabla, alzándose con las patitas delanteras y recogía el mismo su manjar preferido, el encanelado pompón de la reina, nombrado entonces de otro modo, que no sería atildado repetir, y vienen también las apuestas, las carreras, las pegas, las barras y la figurita dulce de la sampedrana de grandes ojos, a la que tímidamente  seguía el estudiante, esperando como un regalo la mirada acogedora.
Otras veces, en el aposento de los Ugartes, diez o doce muchachos, fumando sus cigarrillos de cartucho, gastaban las escobillas, los peines y el betún que el buen señor don Manuel Ugarte, tan patriarcal y sencillo, hacía comprar, cada dosd ías seguramente, para sus hijos.
 Volvíamos de una partida de campo, empolvados, sudorosos y mientras uno cepillaba su americana, otro, a punta de saliva y de maloliente betún sobaba el cuero de nonato de sus botines,  el de más allá se jabonaba la cara y el más desenfadado y sediento, cogía como un porrón, la jarra del lavado y se echaba al coleto un litro de agua, ante la protesta de los que esperaban turno para lavarse.
No pocas veces, ante el infernal escándalo, el buen señor Ugarte, llamaba agudamente a su hijo Héctor, y bajábamos  el tono, pero olvidadizos y agitados elevábamos  después una y otra vez nuestra libérrima gritería.
BALAS
El cuarto aquel, refugio de vaqueros, seno de Abraham de ociosos, lugar de ensayo hasta de tiro al blanco, como que una vez tuvimos la audacia de disparar contra un blanco colocado en la puerta del cuarto que daba a la calle, sobre el que tiramos bala como cancha, encontrándonos ante la pregunta inquietante de Caravedo, ¿Dónde están las balas?, con que todas habían atravesado la puerta y habían ido a incrustarse en la pared de la estación.
Vinieron después otros amigos, el gordito Villarán, Arriz, Bedoya, Gallagher,  pero ya comenzaban a abrirse paso la avenida Piérola y los Ugarte se mudaron al Paseo Colón,  a donde trasladamos la tertulia, que subió de importancia porque los años, nos habían llevado a unos a la Universidad, a otros a las empresas comerciales e industriales.
San Juan de Dios, fue cayendo bajo la azada demoledora, las inquietudes no fueron envejeciendo, muchos se fueron, no sabemos dónde, otras personas queridas y respetadas ya no son de este mundo, se hace difícil hasta reconstruir con la memoria el aspecto exacto de aquel rincón de colonial belleza, pero con el recuerdo difuso y brumoso, lleno de poesía, las figuras se rehacen, viven en nuestro espíritu y nosotros mismos, nos vemos, desdoblándonos a la distancia, con las mismas lejanas actitudes, mientras la memoria del corazón se llena de voces distantes, de músicas que parecían olvidadas y de perdidas visiones. 
Y yo que estoy ante una máquina de escribir y soportando un gárrulo charlar de literatos comentadores y escandalosos me veo vestidito a la marinera silbando a la puerta de los Ugartes que tardan mucho en salir sorprendiéndome, cuando el señor Ugarte que viene de la Bolsa, me pellizca la mejilla y me dice con su voz franca de hombre de bien: “no te desgañites, ya salen, ya salen. (Páginas seleccionadas del libro “Una Lima que se Va”, cuyo autor es el consagrado escritor y político José Gálvez Barrenechea). 

No hay comentarios:

Publicar un comentario