miércoles, 18 de junio de 2014

LOS MATAPERROS

Lima ha sido una ciudad de mataperros. Pero el mataperros antiguo tuvo diversa significación del actual, del palomilloso de baja estofa, ruin generalmente, triste y abandonado desperdicio del arroyo, que nada en turbias aguas como un guiñapo, sin fe, sin ley, destinado quizá al presidio, probable carne de calabozo o de hospital, mientras no haya verdadera justicia social que lo redima.
El mataperros de Lima era el niño engreído, contestador y pendenciero, capaz de grandes acciones, que tenía satisfechos sus gustos y caprichos, pero que retozaba y abusaba de su vida y de su  fuerza con insolente desenfado, gastando el ingenio y los músculos en juegos, picardihuelas y batallas campales de barrio a barrio o de colegio a colegio.
El mataperros de antaño era, antes que otra cosa, mocito decente. El hijo del pueblo no se permitía por aquel entonces, alborotar el cotarro. Pegados a las casas de sus patronas, los mulatillos y mestizos eran como ayudantes de campo en las mataperradas de los niños. Vivos y graciosos prestaban el contingente de su zandunga y de su ingeniosidad para idear las diabluras más espantosas.
Pero el verdadero pie de Judas, tormento de padres y de abuelos, era el hijo de su casa, ricachón y dicharachero que, acostumbrado a hacer lo que le venía en gana, se tornó altanero y atrevido. Su principal cualidad consistió en la altivez que supo guardar y en la tendencia gloriosa que conservó luego desde la guerra de la Independencia.


Lima antigua cuando los mataperros eran una realidad histórica.

HAZAÑAS
Dispuesto a temerarias travesuras, también lo estaba a verdaderas hazañas, y no fueron otra cosa que mataperros, los primeros imberbes que se alistaron en las filas de los patriotas.En la descarada insolencia de aquellos chiquillos precoces, se escondía muchas veces el instinto dominante de un destino superior y muchos generales fueron, en la turbulenta adolescencia, el terror y el tormento del barbero del barrio, del cura y sobre todo, del sacristán.
La vida de Lima antaño, se prestaba a que desarrollara en toda su fuerza y su ingenio el verdadero mataperros que ya tenía nociones de estrategia y que, amante de la libertad, realizó la primera proeza el día en que, heroicamente, con toda la fuerza real de este adverbio, se escapó de la casa paterna y fue a alistarse, soldado voluntario, bajo las banderas de San Martín.
Tal fue, poco más o menos, el antiguo mataperros. Un vigor en marcha, una viveza desbordada e ingeniosa, un desmedido afán de movimiento y de libertad y tales cualidades se reclutaban en la llamada gente decente, ya que todavía había esclavos y el indio siempre fue sumiso y de escasa iniciativa para las diabluras. 
ACCIONES
El mataperro comenzaba a incubarse  en el propio hogar. Aburría a las amas, hacia rabiar a los padres, les daba duro a los chiquillos, imitaba a los pregoneros, tiraba piedras a los gallinazos, organizaba feroces y emocionantes luchas de arañas,  en la calle trompeaba a cualquiera, en la escuela desesperaba a la maestrita y, más crecido, fugaba de casa, repitiendo la eterna parábola del hijo pródigo.
El mataperros limeño pasó por variadísimas vicisitudes. Ya hacía una travesura en el barrio, como defendía a un chiquillo, como sublevaba un colegio. Muchas de las revoluciones que ha habido en el Perú, tuvieron una proporción enorme de muchachos decentes que se escapaban de los hogares y se alistaban en las filas reformadoras.
Vivanco y Castilla tuvieron el don especialísimo de  atraer a la juventud, y en la revolución de 1854 como en la del 65 y del 95, fueron sobre todo muchísimos los mocitos de Lima, algunos de los cuales no contaban aún 14 años que se presentaron con masculino empaque en los campamentos revolucionarios, dando pruebas de animosidad y de valor incomparables.
Era el recio atavismo de las épocas de la Independencia que daba a lo muchachos de entonces el empuje y la alegría en las escaramuzas y combates; tomaban la lucha como un deporte, iban a la revolución con ejemplar serenidad, sintiendo, más que razonando, la conveniencia del levantamiento. Daban curso así, muchas veces, a una vocación dormida, que luego les llevaba a las más altas situaciones militares.
FINES
Si se recorre la biografía de nuestros grandes mariscales y generales se verá que casi siempre sentaron plaza de soldados en su adolescencia. Casi todos fueron insignes mataperros. Pero las mataperradas de aquel tiempo eran diversas, con frecuencia tenían alto fines por realizar. Quizás entonces no existía el tipo de mataperros puro, con una cuadrilla organizada, sus planes, preocupaciones, especialidades en el género.  Esta clase de mataperros vino después.
La Escuela Militar y Naval que estuvo, hace muchos años, en la calle del Espíritu Santo, en el local que sirve hoy a la Escuela de Ingenieros, fue un establecimiento educativo en el que, como en casi todos los institutos de la época, hubo una tendencia de evidente utilidad.
El propósito de todos, maestros y discípulos, era formar hombres, en el sentido del valor personal. De allí que esa famosísima Escuela Naval, de la que salieron verdadero héroes, fuera una guarida de mataperros.
Cuando la revolución contra Pezet en el año 1865, la Escuela Naval hervía de entusiasmo por la guerra con España. Había un rumor de protestas pro los actos del Gobierno y fomentaba la tendencia revolucionaria por ingénito impulso que da la edad, la pujanza primaveral.


Costumbres y vestimentas de una capital que se fue.

VALOR
 Los alumnos encabezados por aquel Gálvez, que figuró después en la guerra del 79, y que apenas tendría entonces quince años, como casi todos sus compañeros, se sublevaron contra el Gobierno, alarmaron la población y obligaron a las autoridades a clausurar el instituto (Hubo otro conato semejante o tal vez se trate del mismo en 1867 en el que intervinieron aquel Gálvez y Leoncio Prado). Rasgo gravísimo de indisciplina pero también rasgo bellísimo de valor, de audacia, de espíritu patriótico.
Al cabo de pocos días, casi todos los que tomaron parte en esta sublevación de unas cuantas horas, se escapaban de sus hogares, burlaban la  vigilancia de las avanzadas gobiernistas, se presentaban al cuartel general de los rebeldes, entraban triunfantes a Lima y combatían gloriosamente en el combate de 2 de Mayo. Grandes mataperros fueron los Palacios, los Cansecos, los Mariáteguis, los Arróspides, los Heros y los Raygadas.
En  San Carlos donde se educaron, casi sin excepción, los más notables peruanos de cierta época y por cuyas aulas pasó parte de la generación que sin duda valió más en los primeros años de la República, vivía también el espíritu revoltoso, inquieto y atrevido de la juventud.
Allá por el año cuarentitantos, hubo grandes movimientos encabezados por algunos que no temieron desafiar las iras del poder cuando era Ministro el doctor Gómez Sánchez. Allí se formaron talentos verdaderos, tipos viriles y audaces que supieron aventurar y luego en la vida convirtieron las mataperradas en abnegación y heroísmo.
TRADICION
La genuina tradición guadalupana  es más reciente y en un discurso que pronuncié en ese colegio el año 1914, está casi la historia. Instituto fundado por iniciativa particular de los Elías y los Rodrigos, hacia los años del cuarentitantos, solo se convirtió en colegio nacional después de 1855, cuando triunfante la revolución liberal, los esfuerzos de sus maestros, especialmente de don José Gálvez, lograron que el Gobierno de Castilla oficializase el plantel, que con el tiempo iba a reemplazar al Convictorio de San Carlos.
Guadalupe, que ha ido, ante todo, un fresco manantial de patriotismo, ha creado a los más ilustres mataperros de Lima. La leyenda del Colegio es en este punto admirable. Hubo en su derredor tal ambiente hombría y de audacia que ser guadalupanos constituía la más alta honra para un adolescente y una especie de calificación de virilidad
Desaparecido el Convictorio, quedó el colegio de Guadalupe como el único plantel de verdadera importancia en la República y siempre tuvo (hasta que vinieron las dos peregrinas ocurrencias de los directores extranjeros y la reducción del tiempo en la enseñanza secundaria) el mérito de ser eminentemente nacionalista. 
VIRTUDES
 El espíritu colectivo de la numerosa juventud que allí se educaba pudo ser indisciplinado y levantisco, pero fue siempre, en todos los momentos, de varonil peruanismo. Las tradiciones patrióticas, los recuerdos de gloria, todo el acervo que forma el alma nacional, adquirieron aliento en ese colegio, que si generó muchísimos defecto, tuvo en cambio virtudes supremas, insustituibles cualidades esenciales.
En Guadalupe había que ser altivo y mataperros, porque se corría el riesgo al no ser así de cobrar fama de afeminado y de marica. El guadalupano era trompeador y pleitista, pero jamás delataba ni vendía al compañero. En otros colegios, con un cerrado concepto de la disciplina, se creaba en el espíritu del alumno una tímida predisposición a las adulaciones y al menudo servicio de las pesquisas.
En el Colegio de Guadalupe, el mataperros era con fiera rebeldía enemigo natural del Director, del Regente y de todo el cuerpo disciplinario. No transigía cuando se le exigía delatase a un compañero y  esto le dio cierta bizarra independencia, que con el correr del tiempo le servía, ya que el tiempo también, por obra propia, pulía las asperezas entre profesor y antiguo discípulo, quien reconocía en su intimidad sus pasados errores y recordaba con cariñosa veneración al maestro, aunque hubiese sido pésimo pedagogo.
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Tres mataperros del ayer

BENEFICIOS
Fue el Colegio de Guadalupe gran incubador de mataperros y esta misión al margen de reglamentos y programas, la cumplió a conciencia, realizando beneficios indudables, que teme mucho el cronista se están perdiendo en estos días paradójicos de raspadilla, brebajes exquisitos y vicios orientales.
Justo es dejar aquí un  recuerdo al animoso grupo de muchachos mataperros que fueron a la guerra del 79 y murieron en ella por la patria. Muchos Gayroches hubo en aquellas rudas campañas y más de un niño que aún jugaba al bolero, sintió el dolor sublime que le partiera el corazón una bala enemiga.
 El mataperros de aquella época triste, fue soldado distinguido, batalló en el Sur, cayó herido en los campos de Miraflores, reapareció esperanzado en  la  Breña, hizo la revolución contra Iglesias y pasó su adolescencia y su juventud entre las balas, con la misma sonriente frescura que  hubiera podido revelar en un tiroteo de bolitas de migajón.
Tal vez si no hubiera habido mataperros, muchos no hubieran abandonado sus hogares en tan tierna edad, para hundirse en el azar tempestuoso de la guerra. La mataperrada al hacerlos ir más del deber y adelantarles la hora tremenda del sacrificio, los consagró  como héroes. 
CIMARRONES
Hasta el año 1895 duró la vieja costumbre de los mataperros cimarrones, que llenos de entusiasmo, escapaban a los campamentos revolucionarios. Aquel año 1985, como lo digo en el artículo que publicó “Mercurio Peruano”, fija una era originalísima en nuestra vida. La Guerra con Chile pareció haber detenido nuestra evolución
El año 1895 reivindica nuestros derechos al progreso. Cambiamos en todo, pero más especialmente en las costumbres y en los usos. Todo, hasta el hogar, toma otra fisonomía. Pero volvamos a nuestros mataperros.
Tal vez ellos decidían el éxito en las campañas revolucionarias. La victoria parecía atraída por sus miradas ávidas. Los mataperros ungían las causas de la rebeldía en tan noble entusiasmo, tan caballeresco desinterés, tan sonriente valor, que su sola presencia era, donde quiera, augurio de laureles.
Pero después del año 1895 murió aquel hábito. Por Cocharcas  entraron los últimos revolucionarios mataperros y muchos-¡oh cosa típica!- volvieron después de haberse familiarizado con la pólvora y de haber conquistado galones, a los colegios de instrucción media. Fuerza es confesar que tuvieron un resonante prestigio y que retornaron tan mataperros como antes.
El mataperros de barrio era la prolongación del mataperros de colegio. Necesita el concurso de sus vecinos. Y procuraba superarse a sí mismo tanto en las creaciones  ideales de la mataperrada, cuanto en el hecho práctico de su ejecución.
PANDILLA
El mataperros de barrio carecía de piadosas consideraciones. Igualmente burlaba a un viejo y a un muchacho y con el mismo desentono con que asustaba a un chino, amedrentaba a una anciana. Por ello alguna vez dije: “Y una pena muy honda, muy amarga sentimos al ver el encorvado viejo de quien reímos”.
El mataperros de barrio gozaba caminando en pandilla, tenía señas características para llamar a los compañeros, en la desesperación del pulpero, al que engañaba continuamente, inquietaba a las madres de familia con el típico silbido que anunciaba la escapada del hijo preferido, compañero de aventuras del  truhancillo y era siempre tan mimado que se creía que nunca perdía a otro, sino que a él lo perdían los amigos.
 Sus goces más picantes eran: amarrar a la cola de un perro una sarta de cohetecillos y soltarlos, así crepitante y aterrado en alguna casa de vecindad, tirar piedras a los chinos, poner a determinada altura y en la noche, hilos resistentes e invisibles para arrebatar los sombreros a los transeúntes, andar a caza de medidores de gas para dejar a oscuras los hogares en la hora de la comida y organizar cuadrillas que desesperaban  al barrio entero, hasta poner en movimiento a la policía que padecía indeciblemente con tales niños, a la verdad intolerables.


No podia faltar el burro como carga de transporte y de agua.

SILBATO
Había en el silbato en todas maneras y en todos los tonos, desde el sencillo que está al alcance de las niñas, hasta el más complicado metiéndose dos dedos en la boca para aflautar los sones. Genial en liar un cigarrillo con una sola mano, en la clásica forma del cartucho.
Soberano en arrojar una trampa a la cometa, señora del espacio, o en cortarla con la suya. Agilísimo para trepar un tejado, para saltar una acequia, para disparar la piedra de una honda.  Sabía de la davídica apostura y, malicioso y sarcástico para poner un mote, sentía la poesía melancólica de la canción popular que su silbido alargaba y decoraba con arabescos agudos cuando en el reposo bien ganado de la travesura,  metía las manos en los bolsillos y echaba al viento la tonadita ingenua en que se escapaba algo del azul de su alma.
Una de las grandes mataperradas era hacerse la vaca-novillos dicen en  España- es decir, darse por sí mismo asueto. La vaca era una mataperrada casi siempre colectiva. El vaquero seguido por varios de sus amigos se marchaba al campo. Allá toreaban becerretes, malograban sembríos, robaban fresas, recibían de cuando en cuando un zurrazo de algún italiano de malas pulgas, que no tenía reparo en quemar los fundillos al primero que le ponía a tiro de su escopeta.
Pero el problema serio después era conseguir excusa de la falta ante el Colegio. Y entonces ocurrían dos hechos lamentables: o la continuación indefinida de la vaca, o la falsificación de la cartilla disculpadora. Gravísimos aspectos de una mala  forma de travesura. Los lugares preferidos eran las polvorosas, antiguas alamedas, el viejo camino a la Magdalena, con su sombría leyenda de bandoleros.
INSCRIPCIONES
Quien quiera divertirse puede en la antigua estación del pueblito de Magdalena Vieja, lugar hoy tan quieto y muerto, leer inscripciones graciosísimas, groseras algunas, reveladoras de la bulliciosa vida antañona, hechas pacientemente por algún vaquero con su cortaplumas, arma y estilo que faltó al mataperros de buena cepa. Vaca era, tal vez, apócope de vacación.
El mataperros era por naturaleza pendenciero. En eso imitaba al faite y mataperros hubo que tuvieron excelsa fama de trompeadores. Pero lo sabroso era el desafío de colegio a colegio o de barrio a barrio, en que se escogían cuidadosamente para la pelea los mejores gallos. Había muchachos capaces de pelear, dando una mano sin patadas, mocitos de bandera que llevaban el nombre de un colegio o de un barrio.
Las trompeaduras colectivas se hacían ordenadamente. Una gran cantidad de muchachos iba por una vereda de la calle y la enemiga muchedumbre por la opuesta.  Todos caminaban cuadras y más cuadras, como en decorativa procesión hasta llegar a un despoblado: la Alameda, la Avenida Alfonso Ugarte por el lado de la fábrica de gas, el camal , la pampita de medio mundo, la piedra liza.


El famoso Colegio de Guadalupe.

 GRITERIA
Allí los gallos se despojaban de sus americanas, se decían bastantes lisuras y se agarraban. Era el gran momento. El coro, como en la tragedia griega, tenía un papel decisivo. Y la gritería levantaba los ánimos: “Dale cabecéalo, recógelo, quiébralo, mátalo, apánalo, hasta el cargamontón final en que ambos grupos se daban fuerte, sin que en realidad se supiese cual bando resultaba triunfador.
 Sin embargo, el Colegio de Guadalupe mantuvo siempre el cetro y le seguía en prestigios varoniles el de Labarthe. Los de los Jesuitas, el Colegio francés posteriormente de la Recoleta, eran considerados como de muchachos modistos y afeminados, aunque muchas veces tuvieron también sus buenos gallos.
Pero lo que parece mentira por lo brutal, y lo negaríamos sino lo hubiéramos visto  con nuestros propios ojos y más de una vez no lo hubiéramos sentido en forma contundente, es que hubo mataperros que acostumbraban desafiarse a pedrada limpia y con honda.
Andan por ahí más de un grave abogado, un hábil ingeniero y un talentoso médico, a quienes pudo verse en sus días de travesuras llevando  la honda peruana, con la que, según el clásico mandato se sujetaban los calzones los muchachos de pelo en pecho.
CARACTEISTICAS
El mataperros para ser legítimo necesitaba ante todo ser trompeadorazo, saber dar seguidillas rápidas de golpe, chopazos a la chalaca, combos a la limeña, tocar la cara con el pie a más alto, poder ofrecer una sola mano y además ser agilísimo jugador de saltos y de barra, volador y cortador de cometas, jugar bolero a la contra, romper trompos de naranjo de un solo quiñazo, tener buena pata, ser maestro en quites a los cachacos, hablar al revés  de corrido, tirar una muestra en la barra, abrirse en quinta, aunque fuese con maña, en las argollas, subir y bajar de los tranvías, a la contra también saber acomodarse en la trasera de un coche y poder descubrir a un chino en Nochebuena, para hacerle blanco infinito de cañazos. Ser, en suma una mezcla originalísima de ingenuidad y de malicia, de hidalguía y crueldad.
El mataperros como el bíblico árbol, tenía en si el bien y el mal, se entretenía con igual entusiasmo en saltar a un compañero desde el octavo paso con plomo, patada y palmada, como en desesperar a un repartidor de pan. Malévolo y generoso a la vez, como un gran señor antiguo, era tal vez más puro y sencillo que el adolescente de hoy. Jugar al mundo, demonio y carne, a los ñocos, era para él un encanto tan fuerte como arrimarle una pateadura al primero que se atrevía  meterle codo  o a quitarle la vereda o acera como se suele decir en Lima.
Hubo muchachos en Lima que a las diez de la noche, en aquellos días en que cerraban las  pulperías dejando abierta sólo la típica ventanilla, llamó al bachiche, quien al asomar el rostro, recibió la más formidable sacudida en ambas orejas, sin poder defenderse. 
BATALLONES
Epoca también hubo que no se podía pasar por una plazuela sino a riesgo de ganarse el pacífico transeúnte un golpe, un letrero que decía “se alquila” o “soy una bestia”, o que apareciera ante sus ojos indignados, un muchachito ágil y travieso, cerrándole el paso, americana en mano. Si el paseante era de malas pulgas la mataperrada estaba hecha: mientras arremetía contra el muchacho, que sabiamente le hacía un quite de muleta y si no concluía pidiendo socorro por el desborde taurómaco, seguramente sufría el arrastre.
Otro encanto de los muchachos mataperros era seguir los batallones. Al pie de las bandas militares, en actitud bizarra, marciales y fieros, sentían latir en el corazón un ansia viril. Marcaban el paso a grandes zancadas, como en una gran parada, y seguían a los soldados, hasta los cuarteles, silbando las marchas guerreras y acordando sus espíritus a un ritmo bélico.
¡Oh dulce añoranza de las plazoletas sombrosas en las noches lunares que asoman a mi memoria plenas de blancor romántico, de rumor y de aroma, de canción y de libérrimo juego! ¡Oh evocación de las retretas de antaño, en que se esperaba la hora del desfile marcial para ir a la vera de las tropas, hasta los cuarteles distantes!


El poeta José Galvez, autor de esta nota.

SEMANA SANTA
El mataperros deliraba por las procesiones, campos de acción abiertos al ingenio y al empuje de la adolescencia. En aquellas largas, ondulantes y coloreadas procesiones, se podía pellizcar a las muchachas, apagar los cirios, burlarse de las viejas, aburrir a los beatones, dar a los calvos con el famoso pan de boda, terrible juguete que consistía en una bola de cera endurecida sujeta por un cordel y que al caer sobre cualquier inadvertida humanidad, resultaba más dolorosa que una pedrada. El mataperros soltaba en medio de la más augusta de las procesiones-un gato con varias latas vacías a la cola, le metía cabe a las beatas y desordenaba el más piadoso desfile.
En los días de Semana Santa, el mataperros estaba en grandes. Cosía las mantas de una fila de beatitas, echaba en los templos polvos para hacer estornudar, gritaba “temblor”, estupidez inexplicable pero que no era rara, y casi llegó a burlarse de todo con irrespetuosidad sin igual y extraña porque la mayor parte de las veces era creyente sincero.
Por eso ya sabía que las iglesias en Semana Santa era un semillero de diablillos insoportables, capaces de amarrar las trenzas de dos muchachas, de poner alfileres (los celebres torpedos) en los asientos de los caballeros. Otro tanto hacían en los matrimonios y llegaba su insolencia a extremos tales que las autoridades eclesiásticos pensaron en tomar serias medidas. 
DIABLURAS
El mataperros de balnearios, en aquellos tiempos del tren de cinco y cuarto y del tren de seis y veinte, tenía dos campos de acción: uno era el mismo convoy que lo conducía al balneario y en el que hacía toda clase de diabluras, desde arrojar frijoles con maligno y certero vigor al tren que esperaba al cruce de Miraflores, con la intención de mortificar al que asomara por las ventanillas, hasta arrojar flechas preparadas con papel y saliva al pasajero que ingenuamente se quedaba dormido.
Ya en el campo, el mataperros caminaba sin etiquetas ni elegancias, tiraba zapatazos y hacia camarones en el agua. Cuando nadaba bien se lanzaba a hacer el recorrido de Barranco a Chorrillos.
Y en su afán de travesura, repartía cabe como cancha en las retretas, se guindaba desde el romántico Puente de los Suspiros  de Barranco los faroles de la bajada, agitaba las campanillas de todos los ranchos, apedreaba a los chinos, toreaba becerros del Camal, asaltaba las huertas, improvisaba excursiones a San Juan y Villa y en los baños, bulliciosos y alegres, se entretenían en hacer galletas en las ropas de los bañistas formando con agua y arena nudos indesatables en las medias, camisetas y calzoncillos ajenos.
 Gozaba de la vida al aire y al sol corriendo las olas, saltando las tapias y organizando carreras en las noches de luna. Vivía, pleno de la naturaleza, en una sana y libérrima jocundidad primaveral. Nadie se atreverá a negar que a pesar de todos los defectos, el mataperros es un tipo sustancialmente simpático. Se puede afirmar que para serlo, en el buen sentido de la palabra, se necesita ser atrayente.
CUALIDAD
Los mataperros cultivaban una cualidad esencial en los varones: el valor. Debían ser audaces y además ingeniosos. Como Cyrano, como –Quevedo, sabían de la ironía y marchaban serenos al singular combate. Amorosos de la libertad, celosos del prestigio de su grupo, fueron guapos y sencillos. Sus crueldades y torpezas carecieron de enrevesadas y subterráneas malicias. Eran claros y simples en el pensar, sintieron las voluptuosidades casi angelicales del aire, del sol y del abierto campo.
Los razonamientos con el vicio, en los genuinos mataperros, fueron poco frecuentes y a veces por entero desconocidos. Tuvieron intuiciones pasionales, indudablemente patrióticas y benéficas como la del odio irreductible al elemento asiático, hoy pacífico señor de nuestras calles, por donde otrora transitó cohibido ante la amenaza viril y la protesta racial de los mataperros.
Cuando comenzaron a introducirse los deportes sajones, el mataperros e incorporó ardientemente a la evolución: formó clubes pintorescos, marchóse a pleno sol a buscar hasta en las más lejanas  pampas terrenos propicios para jugar fútbol.


Escena típica de la colonia en la capital peruana.

EL FUTBOL
Y, aún en las noches, muchas veces, desafiando el peligro amenazador de los perros de las haciendas de los alrededores, aprovecho lo plenilunios para formar sus reñidísimos partidos. ¡Oh que admirable era el retorno a la hora de los crepúsculos de los mataperros que tenían de Santa Beatriz, del nuevo camino de la Magdalena, de la Avenida Alfonso Ugarte pateando una bola, en medio de jocundas voces y de buenas canciones! En aquellos campos se hicieron las más grandes camaraderías y se crearon nuevas reputaciones.
Pero ya este ejemplar de mataperros ha desaparecido casi por entero, Tanto el mataperros de colegio como el de barrio han ido extinguiéndose sin bullicio, suavemente, como cumpliendo una evolución irremediable.
La policía no tiene ya que preocuparse de que el aspecto de la vida limeña, que era tal vez el que más trabajo le daba. Por lo menos el mataperros decente del estilo descrito es hoy avis rarísima. Diversas causas, muchas de ellas ya apuntadas, han producido esta transformación, benéfica en cierto sentidos, perjudicial en otros.
 Ya no se ve en las plazuelas aquellas pandillas de muchachos insolentes y atrevidos que estaban ideando alguna diablura. Hoy el niño decente esta poco en el colegio y de muy temprano se preocupa del traje, del sombrero, de los guantes y del bastoncito. No gusta de placeres fuertes y varoniles. No se trompea.
CAMBIOS
Los colegios ahora son tranquilos, casi tristes. En sus interiores parece, por lo general, que no hubiera muchachos. El novísimo scoutismo les da algún color pero entre nosotros, va adquiriendo ciertos caracteres bomberiles y decorativos.  La disciplina debe haber ganado, no podríamos afirmarlo, pero más hombrecitos, más sinceramente patriotas, sin cursilerías ni interesadas conveniencias escenográficas, eran los antiguos mataperros.
Entre los que hoy tienen treinta o cuarenta años, hay hombres ecuánimes, bondadosos, íntegros, omnipotentes en sus ramos profesionales, y hasta alocados artistas, que fueron en su adolescencia mataperros insoportables.
Vivieron su edad, gozaron su infancia o se marchitaron antes de tiempo, no se dejaron poner cadenas ficticias, ni se esclavizaron en ridículos formas. Hoy-seamos francos- el escolar amanece demasiado temprano y, aunque en apariencia es más tranquilo, tiene inquietudes que desconocieron los escolares de ayer, que irreverentes en muchos aspectos, fueron incapaces, por ejemplo de codearse en un bebedero con los hombres maduros o de buscar en la sombra nocturna  el vergonzante asilo de burdeles y garitos. 
RECUERDOS
La mataperrada  limeña ha descendido, como hemos dicho casi por entero al palomilla, al pobre palomilla, que se hace mataperros, por obligación dolorosa, por falta de educación, y tal vez como un escalón disimulado hacia la ratería, y sin embargo, es también tan pintoresco, tan audaz a su modo, tan lleno de color en sus frases  y de vida en sus arranques.
Y aunque la luz eléctrica que se robó el romanticismo de las noches lunares, la mejor policía, las nuevas costumbres, los modernos sistemas de instrucción y el profesorado extranjero nos han propiciado algunas ventajas pedagógicas y culturales, es un hecho que al arrebatarnos al mataperros, han suprimido un gran factor para el espíritu nacionalista y han empequeñecido virtudes varoniles, toscas y burdas es cierto, pero virtudes al fin, que fueron viviente decoro de los mataperros.
El cronista siempre recordara con melancólica emoción aquellos tiempos maravillosos de sol, de campo, de canción suelta al viento, de libre ingenio, de altivez y de abnegación por los demás, de su época de mataperros.
 No olvidará tampoco aquellos colegios en que los alumnos no se dejaban tratar despectivamente, se trompeaban por una injuria, respondían a una frase descompuesta por musculo orgullo, aunque fuera al maestro mismo. Se sentían ya hombres con dignidad y en valor y vivían francos, ágiles, sonrientes, con una limpia alegría que no tienen hoy, de seguro, muchos de aquellos jovencitos pálidos, que posan decorativamente, desde los  catorce años ya, en las puertas de los cinemas. (Páginas seleccionadas del libro “Una Lima que se Va”, cuyo autor es el consagrado escritor y político José Gálvez Barrenechea).

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