lunes, 28 de abril de 2014

¡LADRONES!

Bandido facineroso
Que robas por los caminos,
róbame las arracadas,
no me robes el cariño…

El cantorcillo lo dice. La leyenda romántica de los bandoleros fue materia inagotable para los trovadores populares. En las anónimas canciones que ama el vulgo, hay un dejo apasionado por los héroes del  enmascarado rostro y del cuchillo al cinto. La fantasía popular se complace en tejer sus vistosas y coloreadas tramas legendarias en torno a los bandidos.
 En Lima ha habido una larga sucesión de tradiciones y de cuentos  sobre los caballeros de terciado poncho, caballo volador  y pistolón  certero, que detenían las caravanas de trajinantes, amagaban en las aldeas y las ciudades y ponían a contribución los valle fértiles siendo personajes de vida maravillosa toda peligros y audacias.
El bandolero antiguo fue un desarrapado. Cuentan las crónicas antiguas que en ocasiones se dedicaron al bandidaje señoritos que gozaban con la agitada existencia aventurera. Se hicieron jefes de pandillas en los campos, detenían a los caminantes, incursionaban hasta las ciudades y (lo que hoy nos parecería absurdo) imponían no sólo cupos sino contribuciones fijas a los hacendados.

Un bandolero en la Lima antigua.

CARACTERISTICAS
 El bandido antiguo gozaba entre nosotros del  mismo romántico prestigio que aureoló los tipos de Luigi Vampa y Roque Guinart. Tenían rasgos caballerescos, su crueldad se complacía en el sufrimiento de los poderosos, pero respetaban y defendían a los débiles. Muchos cuentecillos andan dispersos pro ahí, sobre este bandolerismo pintoresco.
En tiempo de la Colonia había que caminar armado hasta los dientes por algunos caminos y las familias cuando iban a sus haciendas de los valles vecinos iban con larga escolta, llenas de precauciones y temores.
El bandolero antiguo se hizo digno de la tradición y de la leyenda. Cuenta don Ricardo Palma en una de sus tradiciones aquella linda historieta de Ruda y de Pulido, que titula Rudamente, pulidamente, mañosamente y en ella queda probado que hubo en tiempos del Virreinato forajidos misteriosos que pertenecieron  a los bizarros tercios, pero que sin embargo, hicieron buenos racimos de horca, como dice el tradicionalista, pero quedó en la sangre de muchos paisanitos nuestros, el amor a la aventura por los solitarios y polvorientos caminos.
El bandolero de aquellos tiempos tenía sus guaridas donde vivía y salía de ellas en ls tardes y en las noches a la espera de caminantes. Rezago éste de la edad oscura, en que los nobles más encapotados salían a los atajos cercanos a sus castillos y desvalijaban al prójimo, sosteniendo verdaderos combates  y conquistando en ellos muchas veces su poder y la opulencia de su nobleza salteadora, lo que no obsta para que hoy nos llenemos de orgullo, si descubrimos que más o menos auténticamente descendemos de aquellos bandidos de la Edad Media.
CONSIDERACIONES
En Lima se tuvo no sólo respeto y temor a los bandoleros, sino que muchas veces se les guardaron extremas consideraciones. La celebridad de algunos llegó hasta bautizar con sus nombres algunas cuadras, como dicen del famoso Juan Simón, que se perpetuó signando la central calle que le recuerda. Los ricos hacendados de aquel tiempo pagaban contribuciones para no ser mortificados en sus viajes, aunque siempre les fuera peligroso trasponer las portadas de la amurallada ciudad virreinal.
Cuéntese que tan peliagudo era aventurarse en los caminos, que rara vez, quien salía de la capital, dejaba de toparse con algún facineroso y su pandilla. Hasta tiempos que no son remotos era peligroso atreverse por el camino de la Magdalena, por Guía y hasta por la carretera a Chorrillos. Muchos hemos oído contar aquella escena en que intervinieron distinguidos personajes, entre los que iba don Pedro Candamo, tan acaudalado como ahorrativo y económico.
Dice la tradición que con varios amigos se dirigían en balancín a Chorrillos, cuando por Limatambo los asaltó una partida de bandoleros bien montados que les pidieron, como era de uso, la bolsa o la  vida. Naturalmente los viajeros entregaron cuanto tenían, menos el señor Candamo, quien no llevaba un cuartillo. Concluida la expoliativa operación, se retiraban satisfechos los ladrones, cuando el  único que no había sido víctima de un despojo, se atrevió a pedirles que proporcionalmente entregaran a los desvalijados algo siquiera del fruto de la rapiña.
 El jefe de la partida sorprendido y queriendo echarla de generoso, aceptó y entregó magníficamente una onza de oro a cada uno de los balancín y así fue como el riquísimo banquero, pudo jactarse de la hazaña, de haberles ganado hasta a los ladrones, y de modo indudable, una reluciente moneda.


Haciéndose pasar como familia se dirigian a robar...

SALTEADORES
Cuentan igualmente que don Simón Díaz de Rávago, distinguido español avecindado en Lima, secretario de los virreyes Abascal y O’Higgins gozaba de gran respeto entre los bandidos. Un día de consejo de guerra, que acompañado por uno de sus sobrinos (que fue probablemente uno de los petrimetres  Moreira o uno de los Puentes y Querejasu, venían a su chacra del Agustino antes de llegar a la portada se vieron rodeados por una caterva de salteadores.
El susto aturdió al sobrino, que, sin aguardar petitorias ni amenazas gritó desaforadamente: ladrón, señor ladrón, tome usted mi reloj”. Pero habiéndose enterado los ladrones que el asaltado era el Brigadier Rávago, se apresuraron a devolverle las prendas robadas, menos el reloj,  porque como explicó el jefe de la partida, le había sido regalado, pues el niño había dicho, “señor ladrón, señor ladrón, tome Ud. Mi reloj”
En los ya lejanos días de motines cotidianos, los ladrones se aventuraban a penetrar a la ciudad, cometiendo fechorías ante el espanto de los pobladores. En cierta ocasión, el negro León Escobar, bandolero celebérrimo, aprovechó de un motín, se apoderó del  Palacio de Gobierno y por algunos instantes se sentó en el famoso sillón presidencial. Naturalmente al cabo de muy pocas horas el facineroso  fue arrojado de Palacio. Según creemos fue La Fuente quien lo desalojó del solio. Otros dicen que fue Bujanda, lugarteniente de Gamarra. Sea  como fuere, la anécdota da idea de lo que eran los bandoleros de Lima y de su atrevimiento.
LUGARES
Entre los lugares más peligrosos se contaban las portadas de Guía y Maravillas, el camino de San Borja, el de Chorrillos y, sobre todo, la Tablada de Lurín, que hasta ahora poco tuvo fama aterrorizante. Otro camino famoso fue el antiguo que conducía a la Magdalena. En el recuerdo de todos que llegan o pasan de los treinta años vive aquella leyenda de la Magdalena con sus guariques, sus ladrones que detenían el carrito de tránsito, sus mujeres encubridoras, apañadoras como las llamaban. Y notable fue el asalto a un tren nocturno de Chorrillos que en Balconcillo, fue detenido por una partida que desvalijó a los pasajeros, hará poco  más o menos treinta años.
Entre los bandidos más famosos se contaron, además de Ruda y de Pulido, del negro León Escobar y de Juan Simón, Chacalaza, aquel bandolero condenado a quince años de Penitenciaría y que para escaparse se rebanó los talones.
Roso Arce que ganó épocas de gran auge y que tuvo tan terrible fama y muchísimos otros que desmerecían su celebridad y no se hicieron dignos de igual recuerdo.
Pero contra los siete vicios hay siempre siete virtudes  y no faltaron en Lima  autoridades como aquel celebrado Intendente Carrión que se hizo famoso por sus batidas a los ladrones de los caminos. Según contaban las gentes de su tiempo, limpió los valles. Para él, encontrarse con un tipo sospechoso y deducir de sus averiguaciones que era bandolero, bastaba para que le encargara que  se recomendase a Dios. Y decían a media voz sus contemporáneos que no había llegado el bandido en el Credo al Poncio Pilatos, cuando ya le había dado el pasaporte para la otra vida.
Fueron también famosos por sus batidas, Suárez y muy posteriormente Muñiz. Tales eran la inquietud y la alarma que pusieron en la ciudad estos criminales, que la gente vivía en perfecto sobresaltos, sobre todo en épocas de revuelta, ante la amenaza que entraran en la ciudad. De allí que se aplaudiera, aunque con cierta hipocresía, las medidas extremas que muchos dictaron para acabar con el bandolerismo. Sin embargo, duró mucho tiempo y tuvo cierto prestigio.


El dibujo de un asalto a una residencia de facinerosos armados

MEDIO PELO
A muchas personas de aquellos días no podía decírsele que los facinerosos era gente de medio pelo.  La frecuencia que operaban con máscara estos caballeritos y según se cuenta hasta en calesa o balancín o muy bien montados en magníficos potros criollos, influían poderosamente para que se creyese que no pocos de ellos pertenecían a veces a la clase superior.
Hasta épocas relativamente cercanas, cuando se realizaba algún asalto sensacional no faltaba quien sostuviera que los bandidos habían sido gente de buen ver. De buen ver nada bueno. No hace muchos años los de Magdalena operaban con máscara, pero en las varias batidas que se dio, pudo descubrirse que seguían tal costumbre por manía porque temían ser reconocidos ya que muchos vivían en el pueblo, trabajaban o hacían  como que trabajaban en él y solo salían en las  noches a sus siniestras correrías
Hace 15 años contábase medio en secreto que naturalmente conocía todo el pueblo, que dos o tres morenos y hasta una negra muy lista y muy conocida que allí vivían, habían pertenecido a una de las pandillas de los que detenían el carrito, ponían de cabeza a los pasajeros, les vaciaban los bolsillos y les arrebataban las alhajas.
CANCIONES
Las antiguas canciones populares están llenas de recuerdos de los bandidos de caminos. Para la impresionable imaginación popular el salteador era una especie de caballero andante deshacedor de entuertos, vengador de agravios, individuales y sociales, nivelador justiciero, como el Catalán del Quijote o el Carlos Moor de Schiller. Anda por ahí una canción famosa, “Luis Pardo fue un bandolero”…
En dicha canción  Luis Pardo era un tipo de leyenda a quien los crímenes que la sociedad cometiera contra él, lo lanzado en aquel peligroso y lamentable camino. Los alrededores de Lima estaban llenos de Luises Pardos que, como del tristísimo romance criollo, se dedicaron al vandalaje.
 Pueden maliciar los lectores cual sería la heroica vida de los hacendados y aún de los propios pobladores de la ciudad que tenían constantemente ante sí l amenaza de estos románticos guapos, de los que se referían bravuras hidalgas y tremendas crueldades.
La tendencia igualitaria que siempre ha vivido como dormitando en el alma colectiva en sus amargas horas de despecho, hacía fuerza para que estos criminales fueran considerados como vengadores de los pobres, ya que naturalmente robaban y maltrataban a los ricos.
Pero paralelamente al bandolero de los  caminos, inspirador de la musa popular, de nombre consagrado en las canciones, en las mozamalas y en los yaravíes costeños, había otro tipo de facineroso, tan dañino como el descrito y que era verdaderamente el terror de las mujeres de Lima.
 Era el ladrón de casas, el que aparecía solapadamente por los techos, rompía puertas y ventanas, amarraba con sólidas ligaduras a los miembros de toda la familia, cortaba los grandes y estampados baúles de cuero y se llevaba fortunas, porque en aquellos tiempos no se conocía la institución bancaria y no había sino uno que otro banquero que era capaz como el famoso Juan de la Coba (que dio nombre a una calle) de desaparecer algún día, alzando con el santo y la limosna.

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Maleantes a caballo

APROVECHAMIENTOS
El bandido de la ciudad aprovechaba las grandes extensiones sin urbanizar, la falta de alumbrado y la ausencia casi absoluta de policía. Procedía con astucia y a veces pro la fuerza y, como sus congéneres de los  despoblados, era de armas tomar y capaz de estrangular al que chistara.
Una serie de anécdotas se cuentan de estos bandidos. Entre los robos más celebres se recuerda el que una partida de enmascarados ejecutó, casi a mediados del siglo XIX en la casa de los antiguos condes de la Vega del Ren.
Allí se apoderaron de las mejores y más renombradas alhajas de la antigua Lima. Ahora podían todos encomendarse a la Virgen del Carmen (que era por extraña anomalía patrona de los ladrones) porque era seguro que caía en el domicilio una partida de forajidos que no tenían reparo en apalear o apuñalear al que resistiera el latrocinio.
Las casas por eso estaban llenas de cerraduras, barras de hierro y enormes trancas: los ladrones, conociéndolo así, eran tan audaces que no era extraño que alguno se introdujera durante la prima noche y permaneciera bajo alguna cama o tras un armario para luego abrir las puertas y hacer entrar a los compañeros. Por eso sin duda nuestros abuelos acostumbraron siempre antes de acostarse revisar minuciosamente todos los rincones de la casa y asegurar bien las cerraduras, mientras las abuelas como divina precaución, ponían santas imágenes tras los portones.
FORADOS
Desde aquel entonces usábanse los forados. Nació así la leyenda del matasiete, que dio nombre a una calle. Cuentan que los ladrones abrieron en cierta casa un forado y por el fueron introducidiéndose al interior, mientras un honrado y valiente vecino fue degollándolos uno a uno, con tan certero arte y tan pasmoso silencio que pasaron siete bandidos y los siete cayeron bajo su descomunal y bien afilado cuchillo. Recuerda esto a Alibabá y sus cuarenta compañeros, el sésamo ábrete y la criada Morgiana.
Entre estas leyendas es típica la de la vieja que por un espejo descubrió un ladrón bajo su cama y en vez de amedentrarse comenzó a gritar con aguda y plañidera voz: “Estoy hecha una piltrafa, piltrafa, piltrafa.
Y en cada repetición de la palabra subía el tono. Los vecinos creyeron que le daba un ataque, acudieron prestos, el ladrón imaginó que la vieja había enloquecido dwe improviso y, como alma que lleva al Diablo, salió a escape.
En otra ocasión, los ladrones entraron a una casa de la calle Corazón de Jesús, en el momento en que los dueños y varios invitados jugaban al tresillo y pusieron de cabeza a los asistentes, robaron todo lo que hallaron a mano, maltrataron a los desvalijados y tal escándalo hicieron que hubo un cierra puertas general.
Otra leyenda general es la del fraile ladrón. Vivían en una vieja casona una señora muy rica con su hijo y con su hija. El hijo salió una noche a incorporarse en uno de los tantos movimientos revolucionarios que han sacudido al país. Ya entrada la noche pidió hospitalidad en la casa un fraile, dando como razón que le habían cerrado el convento.  Piadosas y hospitalarias, la anciana y su hija no tuvieron reparo en acoger al fraile, quien bendijo la mesa, comió con sobriedad ermitaño y luego se recogió a dormir.



Asalto en la carretera desolada.

CULEBRITAS
La niña, nerviosa sin saber por qué, se levantó de la cama y vio que en la habitación del huésped había luz. La curiosidad pudo más que la discreción y puso el ojo en la enorme cerradura, que ya sin el hábito sacerdotal, ordenaba sobre la mesa del cuarto, con infernal deleite, una serie de herramientas, puñales y pistolas.
 La niña, amedrentada, no se atrevió a dar un grito. Minutos después, el fraile salió. La niña hipnotizada le siguió, atravesó detrás de él, del patio inmenso y el zaguán, oscuros como bocas de lobo. El bandido entreabrió el portón y desde allí lanzó agudísimo silbido. Muy lejano, como un eco, le respondió otro semejante.
La  niña sentía que sobre sus carnes acobardadas corrían culebritas y que le erizaban los vellos de la piel.  El hombre no se movió de la puerta. Pero, de pronto, en un instante de impaciencia salió y dio unos cuantos pasos. Entonces, con el valor de la desesperación, la pobre niña avanzó, confundiéndose con la espantable sombra y cerró la puerta del postigo, echando los cerrojos. Cuentan que amaneció desmayada en el zaguán y que repuesta de la larga enfermedad que padeció, contó la historia. Los vecinos afirmaban que había estado embrujada.
COMBATE
Hace unos siete lustros, una noche fue asaltada cierta casa en Lima por un grupo de enmascarados. La casa era del señor Souza Ferreira y el hecho produjo gran sensación, porque el dueño tuvo que sostener un verdadero combate con los asaltantes.  Dicen las crónicas de aquellos días que algunos de los enmascarados fueron personas conocidas. Hasta ahora viven testigos de aquel escándalo, en que reaparecieron días ya tan distantes.
También en Chorrillos fue asaltado el rancho de la familia Palacios allá por el cuarentaitantos del siglo pasado y hubo algarada y tremolada grandes. Todos estos fueron creando en Lima  una idea singularísima de los ladrones. Se les temía y se les creía capaces de crueldades y de generosas actitudes. En todos los hogares, una vez sonadas las once, cuando más tarde se revisaban las puertas con solicito cuidado. Cada puerta tenía la llave-y que llave-, picaportes, dos o tres cerrojos, barras de hierro y trancas de todo tamaño y condición.
Mediada la noche, si se escuchaban pasos en los techos, se apoderaba de todos el pánico. Las niñas llamaban quedamente a sus hermanos. Alguna valerosa hacía la graciosa estratagema de llamar en alta voz a todo el santoral: Juan, Pedro, Miguel, Francisco, etc., con la misma ingenuidad con que los  chicos hacen miau, cuando sienten el típico gritito de los ratones. Familia y servidumbre se levantaban. Los hombres sacaban a relucir los pistolones. Armados todos buscaban con alarma bajo los techos en los rincones y alacenas, hasta que el alba disipaba el espanto.
Fueron los tiempos en que los ladrones  acostumbraban a hacer esta clase de visitas y, sin embargo, en los hogares, una andancia amorosa de los gatos techeros, bastara para que se repitiera los cuadros fantásticos de antigua épocas.


Lima de aquella época.

HISTORIAS
Hubo siempre en Lima la mala costumbre de  hacer la tertulia a costa del miedo de las mujeres y de los niños. Las amas, especialmente, no gustaban sino  de contar consejas de aparecidos y  terribles historias de bandoleros en que perecían familias enteras y los recién nacidos eran estrangulados sin misericordia en sus cunas y los graves jefes de  familia amanecían traspasados como con quince puñaladas en sus lechos.
Tal era la absurda verosimilitud que para la imaginación infantil tuvieron estos cuentos, que a la hora de dormir, los niños querían que la madre amorosa, efectivo ángel de la guarda, les diera la mano, para entrar así, dulce y seguramente, en el maravilloso reino de los sueños. Y muchos soñaban, sin embargo, con bandidos, calaveras y escenas terroríficas.
Los verdaderos bandidos pertenecen a la historia antigua. Hoy apenas quedan rateros, muchas veces ridículos y hasta afeminados. El bandolero de antaño tuvo colorido y fuerza. Era audaz y astuto. No rehusaba un combate, robaba en grande, era capaz de asaltar una casa y de salvar una vida y muchas veces moría, con la cara frente a la muerte, de un balazo al corazón, convencido de que había cumplido una vida hermosa y fieramente masculina.
El ladrón degeneró al ínfimo género de robar gallinas. Apareció entonces la nube de rateros, entre ellos algunos ingeniosos, como el famoso Encomiendita, pintoresco tipo de la Lima que se fue. Los grandes ladrones desaparecieron con el aumento de la policía y el progreso general. La inmigración y el cinema concluyeron por dar otro aspecto, novísimo en sus elementos y en sus medios, al arte siempre viejo y siempre nuevo de arrebatar a cada cual lo que es suyo.
El cronista debe a las leyendas de bandidos muy buenas gimnasias de imaginación y, aunque por ellas padeció terrores, no puede olvidar que a causa de aquel ingenuo miedo, durmió muchas veces con la mano entre las manos de su madre. (Páginas seleccionadas del libro “Una Lima que se Va”, cuyo autor es el consagrado escritor y político José Gálvez Barrenechea).

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