miércoles, 12 de marzo de 2014

LABORES DE MANO

Continuemos recordando los viejos tiempos en medio del jadeante tráfago contemporáneo. Volvamos el espíritu hacia el ayer, hacia la Lima de los abuelos; la lima de talladuras y artesonados, de azulejos y de aromosos huertos, de las serenatas y de la saya y el manto. Y ya que hemos rememorado tantas cosas bellas y distantes, añoremos también las manos pulidas que tejían encajes, que bordaban detentes y que arreglaban frágiles y pulcras flores de briscado y de seda.
Aún se conservan aquellas habilidades, refugiadas en los conventos y en los hospicios, y yo, pecador empedernido, confieso contritamente que me ha traído todo este mundo inefable de recuerdos el obsequio de un detente, que una anciana incógnita y devota me ha enviado y que me ha de librar, sin duda, del diablo y sus tentaciones.
Cómo y cuándo aprendieron nuestras abuelas aquellas finísimas artes, no lo sabe el cronista. Comprende que no todas tuvieron la propicia virtud de las manos para el arte menudo y casero, pero recuerda haber oído, como elogio de aristocrática alcurnia, decir de alguna dama: “Sabía sólo tocar la clave y hacer labores de mano”. De España vino, sin duda, hace cuatro siglos, con las esposas de los Conquistadores, aquella plácida costumbre de hacer calceta y con ella  el difícil arte de hacer flores para los altares y de bordar pañuelos para los padres. No puede, pues, ser más nobiliario su origen.


Lima antigua.

ENCAJES
Sobre la mansedumbre de la ciudad dormida las horas pasaban con leve rumor de brisa. En los interiores soleados y amplios, mientras las mulatas canturreaban lavando, en el cuarto de costura, las niñas harían encajes con rojo hilo, bordarían sobre el cartón forrado en seda piadosos escapularios. Otras harían vendones para los altares de las iglesias predilectas; no faltaría la dulce niña que cariñosamente adornara con labraduras y recamos complicados, las chupas y casacas del engreído abuelo.
Todo transcurriría así blandamente. De generación en generación se transmitía la virtud de hadas que saben hacer maravillas con los largos y finos dedos, hasta que llegaron los tiempos holgazanes en que fue de buen tono que las niñas no hicieran nada.
 Pero quedaron siempre conservadores hogares austeros, en que se creyó que las damas debían tener alguna habilidad doméstica y en ellos luciéronse los bordados,  sutil figura de los briscados y el arte delicadísimo de las flores en seda y en terciopelo.
 En estos hogares se acostumbraba también a hacer pastas y dulces, ciencia que luego se refugió en los conventos, tal como ocurrió con los clásicos griegos y latinos en las órdenes religiosas de la edad oscura. Allí en la paz de los claustros, en lucientes peroles se preparaban el huevo moye y el maná tan renombrado, las ricas figuras de almendras y las limeñísimas y suaves mazamorras.


Labores de mano

COSTUMBRES
Lentamente fueron desapareciendo estas caseras y virtuosas costumbres. Fue orgullo de las niñas decir más tarde: “…Gua que lisura. Yo no sé hacer nada con las manos”. Y entonces algunas familias venidas a menos en la sociedad se dedicaron, contando con la reserva de alguna negra vendedora, a hacer dulcecillos que se vendían por las calles y que tenían, además de su grato sabor, el atrayente misterio de su ignorada procedencia. La ciudad se llenó de vendedoras y vendedores que llevaban en sus cestas el recuerdo sabroso de una Lima que se va.
Los conventos acapararon la clientela y en los fragantes claustros de jardines conventuales se confeccionaron las humitas, los tamales, los peros, plátanos, chirimoyas, los famosos platos de chupe con camarones y todo, imitados fielmente en pasta de almendras, y en los que no se sabía qué admirar más, si el delicioso sabor del postre o el arte en la reproducción del fruto o de la vianda tan bien copiada.
En los hospicios de señoras pobres conserváronse también aquellas santas costumbres. Las viejecitas guardaban en sus manos la añoranza de la Lima de sus buenos tiempos y de aquellas casas de recogimiento y de humildad, salieron encajes briscados, nueces rellenas bordadas de realce y pintadas flores.


Tapadas que bordaban...

DEDICATORIA
Luego, con la introducción de una pedagogía un tanto modernizada, las niñas aprendieron a hacer sobre  el esterlín cuadros rematadamente cursis, en sus bordados con seda  o con lana, pájaros y flores con la consabida dedicatoria:
 “A mi idolatrada madre, a mi amantísimo padre, dignos rivales de los cuadros caligráficos, de los vaoncitos, en los que entre raros arabescos, leíanse unas cuan tas sentencias morales coronadas por parecida y rimbombantes dedicatorias. A esta época pertenecen ya las relojeras, bordadas zapatillas y los innumerables dibujos caseros. Así  lentamente han ido desenvolviéndose y evolucionando este arte menor que tiene representantes admirables en los colegios de monjas y en las casas de recolección religiosa.
Pero, además, esta Lima típica revive en las asociaciones devotas. Hay algunos talleres para proporcionar ornamentos a las iglesias pobres, en los que damas de nuestra sociedad, resucitan la leyenda haciendo como antaño pañitos de altares, bordando casullas, tejiendo al crochet o con palillos, albas, amitos y pintando al pirograbado grandes capas de coro.
Naturalmente, la labor tiene ya muchos auxilios mecánicos modernísimos, pero queda siempre, como una evocación, la beata gracia de las manos que laboran. En los talleres piadosos para auxiliar a los pobres, el trabajo es diverso, más santo quizás: allí se hacen  camisas, fustanes, calzones, costura menuda y fácil, la famosa basta calada y la socorrida pata de grillo. 
DELICIAS
Todo esto nos recuerda una Lima mansa y buena que cambia y que se va. ¡Es tan difícil hoy encontrar una niña capaz de hacer gelatinas frescas y dulces! Sin embargo, aún quedan recuerdos de aquellos buenos tiempos. En conventos, en casas de vecindad y en devotos talleres se labora como antaño. Famosas son las pastas de la Encarnación, las nueces del Prado y del Cármen, las labores del Buen Pastor y de Santa Teresa, las humitas y tamales de Santa Catalina, los batidos frijoles de Jesús Maria.
Añoramos muy de veras la decadencia de tisanas y mazamorras, cadenetas y briscados y confesamos sinceramente que no nos parecen ridículos aquellos pintorescos manojos de flores de hilado de oro y de plata, que nuestras abuelas guardaban religiosamente bajo el pulcro cristal de las guardabrisas.


Una Lima que se fue...

Todo esto tiene el encanto de lo lejano y esfumado, la consagración evocadora del recuerdo; todo eso ya es poesía en la prosaica actualidad limeña. Desde estas líneas vaya ahora el agradecimiento del cronista a la buen a viejecita que al enviarle, bajo sobre, un detente, le ha traído a la memoria con la visión de una Lima que se va, la imagen, dulcemente triste, de aquel día remoto en que la tierna madre cosió en su ropa uno de aquellos benditos y bordados cartones, como amuleto preservador de peligros y dolores, fatigas y tentaciones. (Páginas seleccionadas del libro “Una Lima que se Va”, cuyo autor es el consagrado escritor y político José Gálvez Barrenechea)

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